2.02.2009

Ventanas al universo



Recostados boca arriba sobre la superficie dura e irregular del suelo observaban como de costumbre el cielo nocturno. Los puntos brillantes poblaban la inmensa tela negra del espacio adornándola con sus orgullosas luces diminutas, miles de lentejuelas o gotas de agua.
- Faroles. Ejércitos de faroleros desparramados en millones de mundos –dijo Damián.
- Para ponerle tan poca originalidad mejor deciles estrellas y punto. Además los faroles no sirven porque están clavados en el suelo, inmóviles, estatuas de luz.
- ¿Y? ¿Eso qué importa? –replicó Damián.
- ¿Cómo “qué importa”? ¿Vos no las ves patinar por el cielo y unirse en figuras que enseguida se deshacen, sólo para volver a agruparse en un nuevo dibujo libre de contornos o fronteras?
- No, yo veo faroles.
- A ver, ¿aquello qué es, la pelota de playa de un gigante? –dijo Esteban señalando el enorme disco azulado que dominaba el cielo.
- Podría ser –contestó Damián, disimulando una sonrisa-. O a lo mejor un lunar del universo.
- Lunares tenés en el cerebro. Hay tantas posibilidades más interesantes. Es mucho más emocionante darse cuenta que ese es otro mundo, igual a este, en el que otras dos personas están recostadas boca arriba mirando hacia el cielo igual que vos y yo, y cuatro pares de ojos recorren el universo en líneas paralelas y opuestas hasta que por fin chocan, fundiéndose en una sola mirada, en un punto donde la distancia ya no importa o ni siquiera existe.
- Sí, lástima que la vida existe únicamente acá, el resto del universo es un desierto helado y oscuro.
- Helada y oscura debe ser la cueva que tenés entre las orejas, por eso las ideas te salen ciegas y muertas de frío, pobrecitas. Hay cientos de galaxias, miles de planetas, infinidad de estrellas y a vos se te ocurre que tenemos exclusividad sobre la vida. ¿Por qué? Ah, ya sé, porque somos especiales, dueños absolutos: vida marca registrada, todos los derechos reservados.
- Bueno, ponele que haya vida en algún otro lado, pero en esa cosa seguro que no –dijo Damián volviendo a señalar el inmenso disco junto al cual las estrellas se veían aún más pequeñas-. Ya hace como cuarenta años desde el primer viaje exitoso de ida y vuelta. Después fueron y volvieron tantas veces que a estas alturas deben estar pensando en instalarse unas camas allá, y nunca encontraron nada. No me extraña, quién podría vivir en un lugar que parece una piscina gigante, pura agua, y casi toda salada para peor.
- Seguro que si a vos te dicen que se va a caer el cielo salís corriendo a comprarte un casco, y después te construís un búnker subterráneo, no sea cosa de escatimar precauciones. Pobre crédulo, no querés ver que es todo puro verso, falsas seguridades, cuentos de cuna científicos para dormir tranquilos. Sabemos tan poco del universo como de la muerte. ¡Mirá, un meteoro! Ahí, ¿lo ves?
- ¿Dónde, aquello? Pero si apenas se distingue un hilo brillante, está demasiado lejos. Dale, vamos que me muero de hambre.
Esteban mantuvo unos segundos la vista fija en el cielo, persiguiendo con la mirada el recorrido de la estela luminosa que surcaba el espacio. Se sacudió el finísimo polvillo blanco que cubría la superficie lunar y se adhería inevitablemente a todo aquello con lo que entraba en contacto, y siguió a Damián.





Nicolás, con una estaca en la mano derecha y uno de los laterales de la carpa a medio armar en la izquierda, se detuvo de golpe como siempre al ver a Denise sentada frente al telescopio. No podía evitarlo: Denise sentada con las piernas cruzadas y la espalda recta, el pelo negro lamiéndole los hombros y estirándose largamente hasta su cintura, la cabeza apenas inclinada hacia delante, su cuerpo delineado por las luces de la noche, serena y concentrada, quieta toda ella salvo las manos; salvo las manos que juegan como mariposas alrededor del telescopio, buscando la precisión exacta y necesaria. Denise y el telescopio, un espectáculo que seguramente las estrellas contemplaban con sus propios artefactos astronómicos.
- Por mirarme a mí te estás perdiendo uno de los fenómenos más hermosos de la naturaleza.
- Aunque lamento estar en desacuerdo, es mi deber informarte que la tuya es una afirmación muy contradictoria, porque eso es justamente lo que yo estoy viendo. ¿Vos de qué otra belleza hablás?
- Una estrella fugaz.
- Ya vi muchas, son todas más o menos iguales –dijo Nicolás volviendo a concentrarse en la carpa-. Lo que yo no entiendo es cómo puede ser que siempre adivines cuándo te estoy mirando.
- Porque tus ojos me caminan por la piel y mis labios se estiran en una sonrisa sin que yo se los ordene.
- Ah, la fisiología de la intuición de la que tanto se habla.
- Y además te conozco, tontito. ¿Vos creés que habrá vida inteligente allá?
- Todavía tengo mis serias dudas sobre el coeficiente intelectual de la vida acá; pero dejando eso a un lado, especificame con un poquito más de exactitud, ¿dónde vendría a ser “allá”?
- Allá, en la luna.
- No sé, igual no importa mucho lo que yo crea; según tengo entendido cuando Armstrong dio el famoso gran paso para la humanidad no se encontró con ningún felpudo de bienvenida.
- Pero eso fue todo trucho, un teatro del gobierno yanqui para mojarle la oreja a los rusos, y de paso distraer a la gente y evitar que les armen un quilombo bárbaro por los desastres de Vietnam. Algo similar a lo que pasó acá con el mundial setenta y ocho. La religión será el opio de los pueblos, pero el éxito y la gloria, en cualquiera de sus frascos posibles, son la cocaína de la humanidad.
- Mirá, en ese caso fue la obra de mayor presupuesto que vi en mi vida.
- O sea que para vos no hay vida allá, los seres humanos somos los reyes solitarios del universo.
- Pará, princesa galáctica, yo no dije eso. Con tanto espacio vacío seguramente alguien más debe haber dando vueltas por ahí. En una de esas, quién te dice, puede que incluso allá.
- Yo creo que sí. Estoy convencidísima de que los selenitas viven en ciudades portátiles, son tímidos y aman dormir, por eso permanecen siempre en la noche lunar.
- ¿Los selenitas?
- ¿No leías Mafalda vos? Son los enanos en piyamas que habitan la luna. No ves que al final no se puede discutir científicamente, yo intento imprimirle un aire académico a la conversación, te hablo de las últimas teorías astronómicas, y vos me mirás sonriendo con tus ojos de tortuga resfriada.
- Tus teorías astronómicas me tienen sin cuidado, el único cuerpo celeste que me importa está acá en la Tierra, en esta misma colina, ejerciendo una fuerza irresistible que genera mareas en mi sangre –dijo Nicolás tomándola por la cintura y forzándola a separarse del telescopio.
Denise se dejó caer con él sobre la hierba, riendo; aceptándolo y rechazándolo simultáneamente en una oscilación lúdica y ritual, pautada con reglas que ninguno había establecido pero ambos conocían y aceptaban, envueltos en un abrazo de dos que ya no eran dos, el amor abrazándose a sí mismo.





La habitación estaba a oscuras. Sólo la escasa luz proveniente de la puerta abierta recortaba las siluetas de los muebles, permitiéndole a la mujer de pie junto a la cuna percibir sus formas vagas y huidizas. El hombre se apoyó contra el marco sin entrar en el cuarto y su figura también pareció borrosa e imprecisa al dibujarse sobre el fondo de luz tenue.
- Todavía sigue despierto –susurró la mujer-. ¿Por qué tenías que armarle un móvil con esas condenadas pelotitas? Todas las noches sucede lo mismo: durante media hora más o menos no les quita la vista de encima, hasta que por fin se cansa y se queda dormido.
- En primer lugar, no son pelotitas, son canicas, mi más preciado tesoro infantil. Y en segundo lugar, fuiste vos la que me pidió que las use para algo útil, o las tire –respondió el hombre.
- ¿Y vos le llamas a eso “algo útil”? –dijo la mujer señalando el conjunto de esferas que pendía a escasos metros de altura sobre la cuna. En el centro del móvil se imponía una bola dorada y mayor que las demás, el resto de las canicas creaban un hermoso diseño en espiral a su alrededor.
- A él parece que le gusta –contestó el hombre sonriendo y aproximándose a la cuna.
- ¿Qué podrá estar viendo? ¿Qué estará mirando con tanta concentración?
- No sé, pero debe ser bueno-. El hombre realizó un abrupto y preciso movimiento de muñeca y el fuego de un fósforo rasgó fugazmente la penumbra del cuarto. Encendió un cigarrillo y apagó la cerilla-. Vamos, no me gusta fumar cerca suyo; además, si nos quedamos va a tardar más todavía.La tomó de la mano y la guió en silencio fuera de la habitación, aferró el pomo de la puerta y tiró hasta dejarla ligeramente entreabierta.

Leandro A. Regueiro